miércoles, 13 de julio de 2011

La vida perdurable, aquí en la tierra.

Creo que Rosanna, Rosana Peiró, dirá ya mucho de lo que a muchos nos parece relevante, imprescindible, casi sagrado –paganamente sagrado– de la vida de Concha, y de su huella. No lo sé; lo sé. Y lo demás lo pensaremos juntos, todos nosotros, aquí o en cualquier lugar convocados.­­­­­

En parte, es como que no encuentras fuerzas para buscar, escarbar, bucear... en treinta años justos de amistad y relación profesional, desde aquel verano en Amherst cuando la conocí, a Concha, junto a Carlos, Paco, Andreu, Pedro... Cuyos nombres ahora convoco junto al de Concha. Porque quiero pensarnos juntos.("Mirad: somos nosotros"). Y porque la muerte no puede con ello. Es un hecho: Concha, Carlos, Paco, Miquel, Fernando, Alfonso, Andreu... tantas veces, y tantas otras con tantas otras compañías. Días luminosos, noches de seda negra, de afanes y risas, perdurables. La muerte, que es tan fundamental en este oficio; el salubrista, claro. Y el de vivir. La vida pudo olvidar o nublar, a ratos; pero ahora, súbitamente, la muerte hace perdurable todo lo relevante. Concha, ¡no lo esperábamos...!

Esta tristeza, estos años, no hace mucho: enterrando a demasiados amigos. (Lo digo todo "en masculino", Concha, ahora mismo es lo más feminista). Demasiados muertos de nuestra edad cercana, cercanos. Es como si la función de riesgo, algún tipo raro de tasa de mortalidad a la que no prestamos atención –esos días entre el cuidado césped de Amherst– se hubiese acelerado, transitoriamente, perversa, estos años que podrían ser maravillosos. La función, la otra, la del corral de comedias, la de los autos sacramentales, continúa; tan española. Nadie sabe cuántos días más va a durar. La vida, digo, verdad... Quizá mueras la semana que viene. Mientras... mientras tanto creamos nuevos rituales laicos, aprendemos la ancestral desolación, la tenue tristeza de todos los siglos. Por los siglos de los siglos. Así sea. Así es: nuestra inexperiencia –o nuestra inocencia– es tal que esto nos parece nuevo, que antes no les ocurría, que la gente tenía sacerdotes, templos, cánticos, el embriagador olor del incienso. Mas es así de antiguo, simple e inexplicable: aprendemos a enterrar a nuestros amigos. A despedirnos, a llorar desde lo hondo de "aquell silenci antic i molt llarg". Y algo completamente inesperado, insólito y sencillo: que la vida de las personas, de los amigos –la de Concha, sin ir más lejos– es perdurable. Abajo la muerte, viva la vida.

Miquel Porta Serra
Investigador y catedrático de salud pública del Instituto Municipal de Investigación Médica y la Universidad Autónoma de Barcelona; ex-profesor y ex-miembro del Consejo Científico del Institut Valencià d'Estudis en Salut Pública (IVESP)

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